Por último el crisantemo: la flor imperial japonesa, que suele ser llamada también la flor dorada. “Es una flor muy estimada por los japoneses, su forma circular en la que varias capas de pétalos convergen en un centro, le ha convertido en un símbolo de la unión familiar, llegando a ser utilizada desde el siglo X, como emblema representativo de la familia imperial japonesa”
(Manriquez, 2010; p. 127).
Los pequeños pétalos -que guardan cierta familiaridad con los pétalos de la orquídea- se agrupan y superponen en torno a un centro del cual nacen, dejando espacios intersticiales por donde la luz del día se vislumbra. A ella la acompañan el tallo flexible y sus ásperas hojas que de tanto peso suelen doblegarse hacia el suelo dejando la belleza de la flor por encima de la composición y como protagonista de la imagen.
Estos motivos que surgen de la observación de la naturaleza, no deben ser entendidos como ejercicio de transcripción mimética del original, sino como interpretación personalizada del mismo. Por ello es recomendable dar paseos para contemplar la naturaleza, leer poesía y literatura oriental en torno al paisaje, y mirar y copiar aquellas obras de los grandes maestros que más nos resuenen. Esto último debe ser leído en el marco del sistema chino de aprendizaje y no como la imposibilidad de creación de una obra significativa, ya que practicar la técnica específica implica también el aprovechamiento de lo ya aprendido por nuestros antecesores.
Sabemos que hay mucha sabiduría intrínseca en las artes orientales. Esta práctica pictórica nos sorprende constantemente con sus enseñanzas. Quizás la que más nos ilumina tiene que ver con la posibilidad de comprender la diferencia entre la plenitud y el logro: “la diferencia entre hacer algo bien, sencillamente, y hacerlo para otras personas o para mí”
(Huang, 1980; p. 127).
Artículo escrito por Luciana Rago, publicado en la revista Verdemente - febrero 2014